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En uno de sus libros más brillantes (Soleil noir,
Dépression
et mélancolie), Julia Kristeva distingue entre poesía
y ficción, atribuyéndole a esta última una
capacidad para compensar la pérdida, a través de
la palabra, que la poesía no tendría. El poema,
para Kristeva, sería más bien el resultado paradójico
de un duelo imposible, algo así como el berrinche de un
niño caprichoso que insiste una y otra vez en que le sea
devuelto eso que, en la realidad de su imaginación, le
ha sido arrebatado, sin aceptar sustitutos. No conozco mejor
teoría para explicar la violenta demanda del poeta, su
encarnizada desconfianza del lenguaje, su absoluto compromiso
en dinamitar el sentido para ver si algo del orden del orden
de lo real (le) es restaurado.
Esta diferencia entre ambos registros (entre ambas tentativas)
es, precisamente, el trasfondo que que subyace a este nuevo libro
de poemas de Paulina Vinderman. Sitio fronterizo, si los hay,
y por ende también de enfrentamientos, vale decir de partidas
y llegadas, El muelle es aquí, sobre todo, el lugar en
donde se pone en escena una dramatización: el intento —felizmente
fallido— de parafrasear lo que no tiene traducción.
Y, en esto, radica sin duda su logro espectacular: en su manera
de evitar con maestría que la memoria se vuelva argumento,
que el pasado desemboque en una identidad reconocible.
Estos poemas alcanzan, podría decirse, la forma más
difícil de la madurez: la madurez de la incertidumbre.
No hay aquí ficción, en sentido estricto (cuando
la hay, aparece en tiempo condicional). Hay, más bien,
imágenes aisladas, fragmentos de viajes, de recuerdos,
de lugares que funcionan como si la narración que se dice
buscar fuera, al mismo tiempo, denunciada como impostura. ("Reconstruir
es saber, pero saber a medias").
Y, sin embargo, la intención de escribir una novela "cuando
el otoño llegue", sirve como detonante y justificación.
Como si la poeta quisiera, como corresponde, mantenerse atada
a lo que se le escapa, ir de la mano de la ceguera a ese más
allá de sí misma que la espera, desde siempre,
en la casa originaria. De El muelle, mientras leemos, parten
esos barquitos-poemas hacia ningún lugar o, mejor dicho,
hacia algo que pudiera rescatar "la realidad distorsionada
por el arte". En esta "epopeya privada", la poeta
hace su juego: entre imágenes con algo de onírico,
provista de ciertos saberes (como la asfixia), apurada por discernir
si debe "averiguar su historia o inventarla", escribe
dentro del dolor del mundo que, por supuesto, es ella misma.
"Amo este balanceo en la nada, los recuerdos como linternas
en la noche que atraen a los animales y los alejan de sus cuevas".
El objetivo, se ve, es perderse. Dar el salto, arriesgar, transformar
la espera en un destino que consiga borrarnos el nombre, liberarnos
de la carga de ser quienes creemos ser, y también de la
oscuridad y la insuficiencia del lenguaje, esa "ciudad de
torres y tinta" donde "las ausencias brillan" y
la felicidad tarda en cicatrizar.
Así, la "narradora" de este libro lo cambia
todo por "miniaturas: la fragilidad de un color, la velocidad
de una nube, la dificultad del regreso". Y con esa mínima
bitácora que es, claro, un tesoro inextinguible, tatúa
en la imaginación cada recuerdo, cada amor, cada deseo.
Y después, lo entrega como si fuera don (lo es) porque "es
oscura y dulce la caricia del mundo".
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