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El Muelle
  Hispamérica Nº 97, por María Negroni, 2004
   
 

En uno de sus libros más brillantes (Soleil noir, Dépression et mélancolie), Julia Kristeva distingue entre poesía y ficción, atribuyéndole a esta última una capacidad para compensar la pérdida, a través de la palabra, que la poesía no tendría. El poema, para Kristeva, sería más bien el resultado paradójico de un duelo imposible, algo así como el berrinche de un niño caprichoso que insiste una y otra vez en que le sea devuelto eso que, en la realidad de su imaginación, le ha sido arrebatado, sin aceptar sustitutos. No conozco mejor teoría para explicar la violenta demanda del poeta, su encarnizada desconfianza del lenguaje, su absoluto compromiso en dinamitar el sentido para ver si algo del orden del orden de lo real (le) es restaurado.

Esta diferencia entre ambos registros (entre ambas tentativas) es, precisamente, el trasfondo que que subyace a este nuevo libro de poemas de Paulina Vinderman. Sitio fronterizo, si los hay, y por ende también de enfrentamientos, vale decir de partidas y llegadas, El muelle es aquí, sobre todo, el lugar en donde se pone en escena una dramatización: el intento —felizmente fallido— de parafrasear lo que no tiene traducción. Y, en esto, radica sin duda su logro espectacular: en su manera de evitar con maestría que la memoria se vuelva argumento, que el pasado desemboque en una identidad reconocible.

Estos poemas alcanzan, podría decirse, la forma más difícil de la madurez: la madurez de la incertidumbre. No hay aquí ficción, en sentido estricto (cuando la hay, aparece en tiempo condicional). Hay, más bien, imágenes aisladas, fragmentos de viajes, de recuerdos, de lugares que funcionan como si la narración que se dice buscar fuera, al mismo tiempo, denunciada como impostura. ("Reconstruir es saber, pero saber a medias").

Y, sin embargo, la intención de escribir una novela "cuando el otoño llegue", sirve como detonante y justificación. Como si la poeta quisiera, como corresponde, mantenerse atada a lo que se le escapa, ir de la mano de la ceguera a ese más allá de sí misma que la espera, desde siempre, en la casa originaria. De El muelle, mientras leemos, parten esos barquitos-poemas hacia ningún lugar o, mejor dicho, hacia algo que pudiera rescatar "la realidad distorsionada por el arte". En esta "epopeya privada", la poeta hace su juego: entre imágenes con algo de onírico, provista de ciertos saberes (como la asfixia), apurada por discernir si debe "averiguar su historia o inventarla", escribe dentro del dolor del mundo que, por supuesto, es ella misma.

"Amo este balanceo en la nada, los recuerdos como linternas en la noche que atraen a los animales y los alejan de sus cuevas". El objetivo, se ve, es perderse. Dar el salto, arriesgar, transformar la espera en un destino que consiga borrarnos el nombre, liberarnos de la carga de ser quienes creemos ser, y también de la oscuridad y la insuficiencia del lenguaje, esa "ciudad de torres y tinta" donde "las ausencias brillan" y la felicidad tarda en cicatrizar.

Así, la "narradora" de este libro lo cambia todo por "miniaturas: la fragilidad de un color, la velocidad de una nube, la dificultad del regreso". Y con esa mínima bitácora que es, claro, un tesoro inextinguible, tatúa en la imaginación cada recuerdo, cada amor, cada deseo. Y después, lo entrega como si fuera don (lo es) porque "es oscura y dulce la caricia del mundo".

   
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Diseño y Desarrollo: Mariel Burstein