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...Ocurre un cambio marcado en la poesía de Vinderman
a partir de Rojo junio, su segundo libro publicado después
de la dictadura. En varias entrevistas, la poeta lo describe
como un haber encontrado su propia respiración (es notoria
su fijación en la asfixia, en textos antes y después
de este libro). Se observa aquí también un remanso
breve y tentativo de (nada sentimental) optimismo, una tregua
con el dolor en la que predomina un mayor regocijo en la creación
poética (nunca del todo ausente, incluso en los textos
más desolados, por otra parte). Esta actitud es ejemplificada
en el poema "La cuarta cuerda", en el cual la poeta
hace un cuento para su hija a la vez literal y alegórico.
En este texto presenciamos el funcionamiento de los adorados objetos
cotidianos de los que tanto habla Vinderman, su "cable a tierra".
Los objetos están presentes en la poesía de Vinderman
desde el principio; pero a partir de Rojo junio comienzan a permitir
que la poeta desarrolle una mirada más amplia, menos claustrofóbica
y vaga (apto correlato objetivo de los años de plomo pasados).
Esta nueva mirada se orienta hacia lo concreto, si bien nunca cae
en lo anecdótico ni lo objetivista).
En "La cuarta cuerda", la hablante dialoga con su hija
sobre un viejo que toca un violín al que le falta una cuerda,
dueño (o amigo) de un gato al que le falta una oreja. Las
interrupciones impacientes e infantiles de la hija representan
la voz de la realidad, del pragmatismo (invirtiendo así lo
que se esperaría en cuanto a la representación tradicional
de los roles de madre e hija) mientras que la lección que
la hablante imparte a su hija es a la vez fantasiosa (¿lo
que se esperaría de una madre poeta, quizás?) y trascendental: "¿la
poesía? Como ese viejo que tocaba el violín, /como
la vida, / como la atención sobre sólo tres cuerdas/
y una oreja/ y el color de una tarde."
El hecho de transmitir una poética en el contexto de una
conversación con la hija desarma. Es una propuesta que sutilmente
subvierte las estructuras y las expectativas de la sociedad patriarcal.
La sabiduría, "las reglas de la supervivencia",
se deben pasar de madre a hija, pero en "La cuarta cuerda" hay
algo que parece a primera vista ser una inversión de los
papeles madre-hija que en un nivel más profundo no lo es.
Lo que le importa a esta madre es sabiduría, pero de otra índole:
a la hablante de Vinderman le
interesa sobre todo enseñar a su hija otro modo de mirar
- la poesía y la vida.
En los dos últimos libros, la mirada de Vinderman se vuelve
más amplia y exteriorizante todavía. Usa el conocido
motivo del viaje para comunicar, mediante una visión de
los trópicos latinoamericanos barrocamente sensuales, un
retrato despiadado de la palabra, del cuerpo y la subjetividad
de una mujer en el tiempo. El poeta argentino Santiago Sylvester,
poniendo el dedo en la llaga, ha dicho que Escalera de incendio (1994) es "un paseo tranquilo por un campo minado". El
hermoso poema "Campo quemado" constituye un ejemplo emblemático
de la hablante lírica - a la vez tranquila y despiadada
- de Escalera de incendio.
Nada de todo esto se parece al miedo,
el miedo es un agujero donde uno se resguarda
antes de la acción.
Este vacío se parece al hambre, a una tierra
quemada.
Veo, desde la ruta, un último hurón apresurarse
a escapar, ningún pájaro queda.
Soy una mujer al borde de un camino, todos
mis gestos son los de partir.
Una vez bailé un vals en un hotel de lujo,
el mundo era rojo entonces, me sabía heroína,
ahora escribo sobre la heroicidad después de
lavarme la cara: alguna historia con buenos fracasados
en las márgenes del papel.
Inconsistente y neutra,
alzo los párpados desde una luminosidad que
recuerdo,
como una actriz antes de la representación,
en un teatro de provincia.
No me interesa ahora intervenir en el discurso sobre cuál
es la actitud/textualidad más apropiada, más "auténticamente" feminista —si
afeites o no, si separatismo intransigente o pactar: lo cierto
es que romper el silencio, dirigirse al ninguneo hacia la mujer "mayor",
hablar de la belleza y de la edad incomoda. Es difícil
y valiente (particularmente en un país tan machista y
en una ciudad tan ferozmente volcada hacia lo estético
como Buenos Aires) tratar estos temas, obligar a otra mirada,
sin caer en la cursilería ni el patetismo. Y esto lo logra
Vinderman, me parece. Pero este poema es y no es "sobre" la
mirada patriarcal hacia una mujer de "cierta edad".
Como mencioné, en este y en el siguiente libro, el motivo
del viaje cobra una resonancia capital. El viaje es, en realidad,
más que sólo un motivo literario: Vinderman ha
recorrido en auto el continente americano, desde la Patagonia
hasta México. "Campo quemado" es también
una mini-crónica de viaje, una instantánea de un
road trip que a la vez alegoriza nítidamente un momento
particular de la historia argentina pos-dictatorial—la
década de Menem— que aunque obviamente mucho menos
violento y dramático que los años del Proceso,
no carece de su propio horror. En la primera estrofa, la hablante
se apropia de la mirada (como en todos los libros anteriores)
para textualizar este horror vacui que, si bien no es ni se parece
al miedo que se vivió cotidianamente durante la dictadura
(y que Vinderman poetizó en sus tres primeros libros publicados),
es un vacío que se equipara al hambre, a una tierra baldía.
En la segunda estrofa la hablante se desdobla y se mira, se sitúa
en una naturaleza hermosa y desolada, representada en la sinécdoque
(hurón/pájaro), animales que simbolizan de alguna
manera, también, a la hablante.
En la tercera y cuarta estrofas, la mirada que —como cámara
cinematográfica— ha comenzado en ángulo abierto
para hacer un travelling sobre la tierra ("todo ésto"),
luego se va enfocando en ciertos elementos de la naturaleza altamente
simbólicos (la ruta, el hurón, el pájaro),
y finalmente se centra, en un primer plano, en el cuerpo de
la mujer.
Hay un claro antes, cuando la hablante se volcó a la sensualidad
desbordante del baile alegórico en un hotel de lujo. Este
antes, equiparable tanto a la juventud de la hablante como a
la geografía pre-menemista, se recuerda erótico— "rojo" (inevitable
también que recordemos el título de su Rojo
junio,
publicado en los años todavía en cierto sentido
eufóricos del gobierno de Alfonsín)— y heroico.
El "ahora" en cambio, se caracteriza por la ausencia
de rojo; es una geografía/cuerpo femenino "lavado" y
gris, representados en la escritura. Además, el mismo
acto de escribir se degrada. La escritura, teñida de lo
sagrado en los tres primeros poemarios especialmente, se convierte
aquí en una suerte de recompensa (siempre incompleta,
insatisfactoria) de la heroicidad y belleza—de la vida— perdida.
En la última estrofa, la hablante-poeta levanta la vista
de la página donde garabateaba alguna historia "fracasada" "en
las márgenes". Alza la mirada desde esa "luminosidad
recordada" y la clava en el lector —clava en mí esa
mirada vacua y expectante de actriz de provincia y me demuele.
La energía bisémica de este texto —la posibilidad
de leer "Campo quemado" como una denuncia de la Argentina
de los 90 y como re-cartografía, como un hacer visible
las marcas de género de la mirada patriarcal mutiladora
de la mujer— lo hace un texto más rico y complejo.
También impide que estemos satisfechos sólo con
la lectura "fácil": el retrato de una mujer
mayor que ha internalizado, complicita aun sin querer, la mirada
patriarcal sobre el cuerpo femenino y que lamenta la pérdida
de su gloria pasada. Estas geografías se (con)funden;
cada lectura problematiza la otra y difiere una noción
de totalidad. Y sin embargo, esta mirada femenina despiadada
y desolada me interpela. Persiste la imagen de la poeta "ahora", "inconsistente
y neutra", encarnando el terible oxímoron de la "actriz
de provincia".
Actualmente Paulina Vinderman se encuentra trabajando su octavo
libro de poesía.
En una nueva serie de poemas titulada "Vivir para contarlo" (publicada
en la revista Hablar de poesía de Buenos Aires), Vinderman
no está "en paz", lo que se esperaría,
quizás, de una poeta de su generación. Plena dueña
de sus poderes expresivos, su mirada lúcida e implacable
regresa ahora a su Buenos Aires, y hacia su propio quehacer poético:
es decir hacia sí misma. Se autoironiza, guiñándole
el ojo intertextualmente al lector familiarizado con su obra: "Otra
vez cúpulas en el poema, otra vez la ciudad./ Las travesías
se volvieron copias/ de ciudades tocadas sólo por supervivencia,
/para regresar a la mía". Pero a pesar de esta conciencia
de repetición y fracaso, a pesar de habitar ahora una
Buenos Aires irrevocablemente cambiada, tan diferente del somnoliento
barrio de Villa Crespo donde se crió, Vinderman afirma: "Habrá un
sueño para seguir, en un paisaje carbonizado".
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