La dama del mediodía
(poema sin adjetivos)
a Edgar Bayley
La dama con sombrero de paja
camina desde el sol
hasta mi mesa en la arena.
No puedo ver sus ojos ni sus manos
pero sé que el mar
se incluye en su vestido
y su cintura se balancea
como las olas de aquella tarde.
Había roto mis uñas buscando almejas
sólo para dejarlas otra vez en su lugar
y no había tenido fuerzas
de construir castillos.
(La gaviota había muerto,
era plumas y pico en la brisa de las seis.)
La vida no es más que eso, pienso,
la lucha para no ahuyentar para siempre
a la dama del mediodía
— vestido de mar, balanceo de cintura—
sin siquiera haber reparado en sus pies.
La dama que nunca desaparece
Autora de numerosos libros de poesía —entre otros:
La balada de Cordelia (1984), Rojo junio (1988, con el que obtuvo
el
Premio de la Municipalidad de Buenos Aires) y Escalera de incendio (1994)—, Paulina Vinderman trabaja sus poemas con un lenguaje
franco y natural, consonante con los tonos del habla cotidiana. Nada
mejor que conversar con ella acerca del problema de la elefantiasis
adjetivadora y de la mirada despierta del poeta.
Marcelo Di Marco: Releo tu poema y sospecho que escribiste "La
dama del mediodía" de un saque. Y que después
trabajaste sobre el borrador eliminando adjetivos sobrantes. Fue
lo primero que se me ocurrió.
Paulina Vinderman: Nada de eso. En realidad, el procedimiento fue
muy distinto. Una noche, conversando de literatura con Edgar Bayley,
se tocó el tema de la adjetivación. Hablamos del adjetivo
justo, del adjetivo que ennoblece y también del que mata.
En un determinado momento, con su vozarrón inolvidable, Edgar
se manifestó harto del atiborramiento de adjetivación
de muchos poetas.
MDM: La gente a veces se extralimita en el uso del adjetivo. Personalmente
creo que debemos tener mucho cuidado con ese asunto.
PV: Sí; lo cierto es que el tema quedó flotando, y
quince días después una imagen irrumpió. Una
imagen muy precisa: una mujer que avanzaba hacia mí bajo un
sol implacable. Y cuando comencé el poema recordé aquella
conversación y me propuse obviar los adjetivos, en homenaje
a Edgar. Así, lo único que hice fue concentrar el material, "enfocar
la atención en lo que es dado", como recomienda la poeta
norteamericana Denise Levertov. Acelerar la percepción, atrapar
lo esencial con mi red de pescador, sólo cuidando de no usar
adjetivos, podando antes de escribir.
MDM: Un método similar cuenta Víctor Redondo: ir corrigiendo
en el mismo momento de escribir la primera versión del poema.
Entiendo que este sistema de escritura se va imponiendo en el poeta
con el tiempo, a medida que adquiere maestría.
PV: Es verdad, es una especie de "autocorrección",
un proceso intelectual casi inevitable de la escritura. Y además
te cuento que no hubo demasiadas correcciones salvo una, muy puntual.
Pero antes quiero aclarar un simbolismo implícito en el poema:
la palabra
dama viene del amor cortés; Edgar era un eterno enamorado,
para él la mujer significaba un enigma a develar, igual que
la poesía. Esta dama, evidentemente es la poesía. La
mujer trae de la mano a la infancia; o el recuerdo de la infancia
convoca, arrastra a la mujer. Como quieras.
MDM: Yo te voy a confesar una cosa: leí el poema y lo gocé mucho,
aun prescindiendo de esa lectura simbólica. En una palabra,
lo disfruté igual sin tener la mínima idea de que esa
dama misteriosa se trataba de la poesía. Y ahora que lo sé,
veo el texto con otros ojos: el poema evoluciona para mí.
Y aquí viene la pregunta estúpida: ¿esta nueva
visión invalida la primera lectura?
PV: No, no la invalida. Porque lo cierto es que yo tampoco sabía
a priori de quién se trataba. La poesía siempre es
una pregunta, un intento obstinado de comprender el mundo. En general
la literatura escapa de las interpretaciones exactas: su ambigüedad
es lo que le da vida. Veo en la poesía un lugar de encuentro,
de confluencia, de reunión, como decía Alejandra Pizarnik.
En ese contexto, la interpretación del lector no solamente
es verdadera: es, quizá, la más verdadera.
MDM: Esto que decís me recuerda unas palabras de Javier Cófreces
cuando presentó junto a Mirta Rosenberg El diablo in Albis,
de Alejandro Pidello. Acá está la cita: "no comparto
demasiado este aspecto ritual de hacer público un sentido
privado e intransferible que se corresponde con la lectura personal
de un libro de poesía. Quiero decir: lo que El diablo in
Albis me dijo a mí, difícilmente se lo diga a los demás."
PV: Exacto. Lo que importa es lo que el texto diga, lo que el texto
genere.
MDM: ¿Cuál era esa corrección puntual que me
estabas por contar?
PV: Fue bastante gruesa. Yo había escrito originalmente:
No puedo ver sus ojos ni sus manos
pero sé que el mar
está incluido en su vestido
Obviamente, incluido está adjetivando. MDM: Es un participio...
PV: Sí, un participio en función de adjetivo. Entonces decidí corregir
el verso de esta manera:
No puedo ver sus ojos ni sus manos
pero sé que el mar
se incluye en su vestido
MDM: Y además ganaste con la personificación.
PV: Creo que sí, gracias.
MDM: ¿Esta corrección fue a posteriori o en el mismo momento?
PV: Fue bastante después. Y esto, por favor, remarcálo: yo creo
mucho en la mirada que gente sensible y lúcida puede aportar a mis poemas.
En este caso un amigo poeta me advirtió del "incluido". Y
gracias a eso puse la palabra que sigo considerando justa, la que quedó en
la versión final.
MDM: A mí me llama la atención ese color que tiene el poema a
pesar de carecer de adjetivos. Es notable.
PV: Es que intenté lograr elocuencia buscando
sustantivos fuertes, de gran carga visual. De otro modo, no hubiera podido
escribir sin adjetivos.
Aunque también me interesa trabajar con "relámpagos" de
pensamiento, con lo fónico, con el collage, con el efecto pictórico— y
esto no es casual: estudié Historia del Arte y siempre me interesó la
relación poesía-pintura.
MDM: Incluso te gusta trabajar mucho con el adjetivo, aunque no lo parezca
a juzgar por este tour de force que lograste con "La dama del mediodía".
Te propongo entonces que les muestres a los lectores de este libro un poema
con el que estés satisfecha por el uso de la adjetivación. Y,
de paso, así me ayudás a seguir machacando con la idea de que
en la creación poética no hay recetas de ninguna clase ni las
habrá jamás.
PV: De mi último libro, Bulgaria, que acaba de aparecer, elijo un poema
que puede servir especialmente como ejemplo de caracterización mediante
adjetivos. Aquí va:
Black Mask
En la novela negra
ella no se enamoraría del asesino,
sería la torva ingenua bailarina de cabaret
o la dulce —nada ingenua—
muñeca con ojos como ciervos, pelo
para agitar en el viento entre las acacias.
En la novela negra
no podría jamás cruzar la línea,
bajo su respiración
estarían los muros amarillos,
la seducción de un héroe al que abrazar.
Y ya no importaría la tensión del poema
o de su espalda
soportando el mundo.
En la novela negra ella no tendría esta asfixia,
este estribillo que envejece
a medida que come de su pan
y abre los brazos en la oscuridad
en un escándalo incumplido.
Si algo la habita
es la memoria de un puerto insignificante
y caluroso
donde la muerte no era un estallido
sino una conversación, una clara evidencia.
Extraído de
"Hacer el verso", de Marcelo Di Marco, Editorial Sudamericana,
1999.
|