Luciana Loriente
La nave de los locos
(sobre el cuadro de El Bosco)
Había abierto mi valija
y guardaba mis enaguas,
un reloj, tres cartas amarillas.
Me puse una capa negra.
Me disimulé entre los cuervos
para llegar a la playa.
La nave había partido
unos minutos antes.
—No me dejen—atiné a decir.
El timonel hizo una reverencia.
El horizonte era filoso,
me recordaba a mi infancia.
Lo último que vi
fue un toro en la proa
lamiéndose las patas.
Por un lento tobogán en la garganta
transitaba la razón.
Detenida en la inmensidad de la playa
comencé a pensar que mi lengua
ocupaba demasiado lugar en mi boca.
Un jarrón: largos tallos amarillos,
pequeñas coronas marchitas
y una pluma
de pavo real tan verde
que parece estallar.
A un lado está el atril
donde alguien pinta Septiembre
como un gato enfurecido.
Septiembre en naranja estéril,
blanco grandilocuente,
gris triste y ocre.
Los segmentos elaboran su equilibrio.
Pero allí, donde las plumas detonan
en su propia espesura,
un hombre pensó Septiembre
y septiembre agoniza
para que el hombre permanezca
a la deriva.
Leí un poema sobre una guitarra azul.
Decía cosas sensatas y bellas
acerca del mundo y de la poesía.
Y me pregunto: ¿qué puedo hacer yo?
¿Acaso tengo algo para decir?
Miro en silencio la lluvia.
Seguirá siendo hermoso (el mundo)
aunque yo no lo diga.
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