XIII
La sombra del árbol cae sobre la ventana
y la mujer sorbe su café dentro de un cuadro de Hopper.
Nada puedo perdonar.
Ni su escote, ni que no levante los ojos para
hermanar su soledad de verano sin humo,
ni sus piernas cruzadas como cubiertos sobre el plato
en una cena tardía, inmóvil, sin conversación.
Este calor lo corrompe todo, deja manchas
en las hojas y en las maderas.
La pesadilla de la noche anterior persiste el día entero
como un ácido, como una gota de sangre vieja.
Es la derrota de mi propia casa
llevada en andas por enemigos invisibles durante
la estación cálida.
En una leyenda habría una conspiración:
la mujer y yo compartiríamos un hombre o un delito.
Huiríamos juntas, por las calles más escondidas del
puerto
entre edificios demolidos y ventanas tapiadas.
Y la vida seguiría siendo este enigma ordenado,
esta resaca de todo fulgor, la búsqueda de un reducto
para reponerse de los errores.
En un rincón de la ciudad dormida, sobre el escenario de
un sótano, al fin improvisamos un diálogo de seda,
prisioneras
de las cinco personas -remotas-
en la oscuridad.
¿Nos volveremos más bellas bajo el spot?
¿Más serenas?
Conozco esta ciudad de epopeyas secretas
y renuncias.
Conozco esta hora en que el poema empieza a
escribirse bajo las uñas
y pagamos por una ventana que da a un pavimento
aceitado
donde el miedo puede recostarse contra la luz.
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