XI
Contra toda rompiente, hazte naufragio.
Contra el misterio, la disolución.
“Se pegaba a la sombra
del compañero herido.
Avanzaba de día, lentamente,
con la misma venda sucia de sangre
en la rodilla.
Pero crecía de noche,
como una gran flor húmeda de sal
desconocida y amparada.”
Nada excepto la fuerza de la tierra
puede detener una rueda que gira
su programa infinito.
Nada puede curvarte, Cordelia,
excepto el propio sentido de tu círculo.
Tu única ciudad son las ciudades.
Fuiste Ur, Alejandría, Buenos Aires.
Serás enana blanca o gigante roja
en algún cielo.
Has de morir como cualquier estrella
pero deberás elegir hacia dónde diezmar
tus brillos heredados.
Elegir, Cordelia, sólo se trata de elegir.
Sabrás la hora en el momento exacto
y conocerás la medida de tu sombra.
La medida de la sombra
del compañero herido.
la medida de la sombra
de los dioses sentados en rueda
a intercambiar canciones en las playas.
Cuando no habían nacido ni antorchas
ni novelas.
Cuando se vivía para un encantamiento
y la eternidad no era una palabra
para gastar
de tanto lavar contra las rocas.
Cordelia piensa en luz y en mediodías.
“Apresúrense que ya es hora”,
había dicho Eliot un minuto antes de las doce.
Qué pasa si canto
tendiendo las ropas en un patio
cuadrado
y enciendo mi cirio
contra esa impávida pared,
sin caballeros andantes.
Qué pasa si cuento
la historia de unos pocos
que tenían los ojos de un mismo color.
“Esa guerra es mía”,
piensa Cordelia con un ojo al viento
mientras repasa la vajilla,
“y naufragaré en este bote despintado
contra una rompiente, a la que pertenezca,
algún amanecer.”
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